top of page

ESCRITOS

 

¿Qué es el destino?

 

Todavía no leía ni escribía cuando empezaron a llamar la atención mis dibujos, sin embargo en mi familia jamás hubo la más leve insinuación acerca de si aquello podría ser el síntoma de algo más. Con el tiempo esa característica fue haciéndose más notoria. De todas maneras el arte estaba a años luz de distancia.

¿Era mi destino ser artista?

Vagabundeé aplicadamente por alguna facultad, estudiando una de esas carreras que por aquellos años garantizaban el éxito.

En 1968 mis padres ya habían muerto y eso me había liberado de los tácitos compromisos que tenía con ellos.  

Entonces la atracción se hizo irresistible, finalmente fui a dar con mis carbonillas a la escuela de Bellas Artes.

Apenas crucé el portal  de la descamada mansión de los Lanús, de la calle Cerrito al 1300, quedé deslumbrado por el ambiente. A esa altura no diferenciaba un artista de un artesano, ni a un estudiante de cuarto año con Spilimbergo. Todo era una sola cosa, alucinante, maravillosa.

La bohemia, los cafés, las reuniones, las mujeres, las exposiciones, las galerías de la calle Florida, las asambleas estudiantiles. Todo aquello era como estar dentro de una película, y yo tenía algo de espectador que estaba llegando, desde mi universo pequeño-burgués de La Lucila, a aquella vorágine donde estaban  La Rábida, Witcomb y van Riel, el Moderno, la calle Corrientes, y el Palais de Glace.

Esa fascinación estaba potenciada por mis deseos de romper con aquella rutina que tenía un master plan para ser un hombre más.

Cuando ingresé en la Belgrano, cambié el rumbo que tenia mi vida y empecé a escribir otra historia. La Argentina, por aquellos años, me parece que también.

 

 

Viví tu vida       

 

De niño mi ilusión fue ser aviador. Surcar los cielos de la patria (y del mundo) en un DC 6 de Aerolíneas Argentinas, era para mí el destino natural de mis afanes. Imaginaba las tiras doradas de comandante en las mangas de mi uniforme azul, sentado frente al panel de relojes, mientras miraba un horizonte de Cúmulus Nimbus que habría que sortear.

El sueño terminó cuando a los doce años, una visita al oculista comprobó que tenía un treinta por ciento de visión menos en un ojo debido a un estrabismo no corregido a tiempo.

 

Los sueños se reemplazan con otros sueños, tal es así que a los catorce, luego de mi primera desilusión sentimental y de un lamentable examen de matemática en marzo, consideré la posibilidad de que mi vida fuera solitaria y errabunda. Marinero raso en un buque de carga no se veía tan mal para alguien que era un fracaso absoluto. Allí, el trabajo duro de abordo y los prostíbulos africanos, serían el alivio que harían cicatrizar las heridas de toda una vida aciaga.

En una de esas tardes me propusieron ser arquero del equipo de fútbol del barrio. Me compré un buzo con el escudo de Racing, y la canchita que estaba en Wineberg y Díaz Vélez, en La Lucila, fue el escenario de mis tardes de gloria. Con un amigo nos fuimos a probar a Platense, pero el extraño mundo del balonpié no estaba preparado para recibirnos.

 

Cuando empecé a jugar en el Olivos Rugby Club tenía 9 años. Era un chico de buen tamaño y peso para mi edad, me pusieron de segunda línea. Jugué en ese club hasta los doce. Cuando pasé de séptima a sexta división, donde en comparación con los otros chicos ya no era tan grande, me asignaron al puesto de ala, en el borde del Pack.

A los trece mi existencia se había complicado, dejé el rugby por cuatro años. Cuando volví, en el Atlético San Isidro, era un flaco de estatura mediana por lo tanto mi destino se desplazó a lo largo de la línea de insiders hasta llegar a jugar de wing. Ya estaba casi fuera de la cancha. Así fue en quinta y en cuarta división. La mudanza de mis padres a Hurlingham (y yo con ellos) le dio el golpe final a mi anodina carrera de rugbier.

Nuevos decepciones sentimentales y una nada gloriosa vida escolar me hicieron considerar nuevamente lo del barco de carga. Penosamente terminé el secundario a los 19 años y el futuro se abría como un abismo. Del abismo me salvó la conscripción, que fue como un paréntesis, una especie de limbo que me exceptuaba de tener preocupaciones existenciales.

Al año siguiente estaba reconsiderando lo del barco de carga, pero en cambio me puse a estudiar Administración de Empresas y empecé a trabajar en la aduana. Era el abismo tan temido.

Finalmente, por descarte, ingresé a la escuela de de Bellas Artes, y curiosamente empecé a sentir que el universo cobraba sentido.

Eduardo Iglesias Brickles 

18/07/2012

Evocación

Piezas de un rompecabezas

 

Una tarde de 1968 me encontré con mi hermano en un bar del centro. Creo que era en Esmeralda y Paraguay. De allí fuimos bajando por Paraguay hasta Reconquista, media cuadra hacia el norte entramos en un edificio y subimos a un departamento de un ambiente, en el sexto piso.

Un guionista de cine, bastante conocido en esa época, se lo había prestado por unos días, antes de embarcarse en ELMA para irse a París.

Afiches de películas argentinas en las paredes, bibliotecas con libros y toda clase de chucherías del norte, vasijas, quenas, huacos de cerámica y fotografías enmarcadas, le daban un aspecto de oficina bohemia.

El resto del mobiliario se reducía a una mesa, unas sillas y un sofá-cama. Desde la única ventana se veía la torre del edificio Alas que está sobre Leandro Alem.

 

¿Por qué viene a la superficie esa evocación puntual?

Cuando miré ese cuadro de De Chírico con esa ventana que deja ver un rascacielos,  aparecieron los recuerdos de aquellos desplazamientos en esa tarde morosa.

La pintura de De Chírico tiene eso, es la imagen de un recuerdo. Algo así como la nostalgia fantástica de algo que se ha perdido hace mucho tiempo.  

Buenos Aires era otro, yo también. Era muy joven, trabajaba de 7 a 15 en la Aduana y estudiaba en la UADE a la noche, y a veces dibujaba.

Mi hermano era un hippie, y la Argentina de Onganía no nos era propicia, pero a él menos que a mí.

Tal vez por eso él se fue y yo, obstinadamente, permanecí en esta ciudad, donde también torcí un poco mi destino.

Eduardo Iglesias Brickles 

27/09/2012

Baldear el balcón

 

 

Baldear el balcón o regar las plantas un sábado a las diez de la mañana, en Junín y Perón, y salpicar agua sobre la vereda y sobre un parroquiano que pasó al azar, puede tener derivaciones inesperadas.

Hubo una denuncia y de la nada aparecieron tres patrulleros y media docena de policías. Los vigilantes decoraron la calle con unos conos naranjas, tomaron declaraciones a los dueños de la heladería y al portero. Miraron para arriba, hablaron por radio, anotaron cosas en una libreta, atendieron sus celulares y conferenciaron entre ellos, todo con la mayor seriedad. Después de diez minutos treparon a sus autopatrullas y partieron a todo gas con rumbo desconocido.

 Esta anécdota no se puede entender si no es en el contexto de la sociedad en que vivimos, donde todo se resuelve con un montaje sobre un escenario. La más mínina acción puede ser desarrollada, o usufructuada, como un espectáculo, o también, por obra y gracia del arte contemporáneo transformada en obra de arte.

Un choque múltiple en la autopista, una lista de desaparecidos, un transeúnte indignado, una factura de gas, la caída de un meteorito, la enfermedad de un tenista, un defalco millonario, una entrega de premios, todos pueden funcionar con una estructura espectacular, que cualquier artista puede tomar y mostrarlo como un evento artístico.

Guy Debord explicó largamente, hace cuarenta años, las características de la sociedad espectacular, donde los sucesos son sobreactuados y se rodean de teatralidad para que hacerlos espectacularmente plausibles.

En las artes visuales contemporáneas las exposiciones son parte del entretenimiento del fin de semana, y los epifenómenos son esa parafernalia de kioscos que rodean a las obras propiamente dichas, y que han pasado a ser más significativas que las obras mismas.

El crecimiento del consumo de arte respalda la puesta en escena del arte como espectáculo. Y eso se ve claramente en los países desarrollados, donde pululan los turistas que invaden los museos y galerías, que engullen información artística con modales de shopping propios de la sociedad del mercado y del mundo de la moda.

Cuando volví de Alemania me preguntaron si había visto mucha pintura contemporánea. Contesté que sinceramente no había visto casi nada.

Fui a muy pocas galerías y en las que entré salí despedido a los pocos segundos, gracias al desinterés de la obra que se presentan en esos lugares.

La pintura ha perdido su espacio en las instituciones de arte actual, principalmente en los museos. Por supuesto que había obra de pintores como Kiefer, Immendorf, Polke, Kippenberger o Baselitz, pero estos o ya están muertos, o ya pisan los setenta años. El único “joven” con que me topé en un museo fue Neo Rauch, que ya supera largamente los cincuenta.

Con esto de la edad quiero decir que las salas de arte contemporáneo de los museos de arte moderno, estaban ocupadas por artistas que rondan los cuarenta años, y que se dedican a las fotos, los objetos, las instalaciones, las “experiencias” visuales como proyecciones, videos y a la construcción de aparatos de la más diversa índole, que para ser más exactos podríamos llamar “cosas”.

Y se sabe, cuanto mas vacías de sentido eran esas “cosas”, más extensos era los textos  que colgaban de las paredes.

Eduardo Iglesias Brickles 

23/06/2012

bottom of page