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El día que me sentí Indiana Jones


Hace unos días volví de un viaje que hice a Egipto. Después de recorrer El Nilo desde Abú Simbel (foto), pasando por Luxor hasta El Cairo, me dispuse a visitar el Museo Egipcio. Me tomé el tiempo necesario (viernes y sábado) para recorrer paso a paso, sus más de cuatro mil años de civilización, desde sus remotos orígenes de Tebas y Menfis al esplendor del Egipto unificado de Luxor y Karnak y las famosas pirámides (incluída la dorada tumba de Tutankamen). Después de toda esa ostentación casi llegué arrastrándome a las últimas salas del primer piso. Me acordé de la Cleopatra de Elisabeth Taylor, que ya negociaba la deuda externa con los romanos en el año 50 antes de Cristo. Ya estaban en la barranca, y la decadencia de los faraones anunciaba la fatal caída bajo la dominación grecorromana. Para que ese descenso fuera más ominoso hubo una confluencia de decadencias: la egipcia, la griega (con el final del helenismo) y la romana que en el 300 DC ya se debatía en como sobrellevar la carga que significaba mantener los límites de un imperio cuyas murallas ya temblaban por la inminencia de los bárbaros.

Me quedé con la imagen de la declinación dándome vueltas en la cabeza, porque en el arte eso es notorio, el gran arte necesita dioses y grandes hombres para adorar. Y en ese Egipto, que en los primeros siglos de la era cristiana, había pasado a ser una frontera de imperios más vastos, sus héroes eran fantasmas del pasado.


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