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XILOPINTURAS

"CIELO ARGENTINO CON DIAMANTES"

"PARA VIVIR AQUI"

"ESPECULACIONES ACERCA DEL DESTINO"

"CAMPEONES ARGENTINOS"

"ARTE - POLITICA"

MÚSICA PARA LA CIUDAD"

"ARTE - LITERATURA"

"HOMENAJES"

"MANIFIESTOS"

"AFTER - GUATEMALA"

"LOS 7 LOCOS"

 

Jetas

 

Ya sea porque la gubia propone un gesto más abrupto que el pincel, o porque la madera es en sí misma expresionista.0 porque la gestal porteña consiste en un rigor mortis chic, los retratos urbanos que Eduardo Iglesias Brickles realiza en xilopinturas no son caras, sino jetas. Cavados en la madera como a través de feites, despiertan la imaginación de los abúlicos que saben que el artista nació en Curuzú Cuatiá, tierra donde el mito dice que los hombres manejan el cuchillo con precisión de gubia.  Sus galanes de jopo de cemento y bigote anchoa, sus morochas escotadas cuyos talones se empinan sobre los tacos aguja hasta parecer espolones, sus rostros con cicatrices de sparrings o changarines portuarios, parecen aptos para entrar en “Las puertas del cielo” de Julio Cortázar, pero sin la mirada que la pertenencia a la revista Sur teñía, si no de racismo, de gorilismo paranoico hacia el aluvión zoológico.  En todo caso, con el grado de exageración fisonómico y de coloratura con que el cartel popular llama al público al circo, al estadio o a la milonga con pista de tierra.

María Moreno

Toritos, moscas y otros campeones

Y aún otro gesto político de Iglesias Brickles: su héroe es el boxeador, cuya biografía se cuenta como la fotonovela en cuadraditos. El boxeador no es edificante como el proletario -por eso Iglesias Brickles no es un artista de mensaje-, es el hombre de la suerte que encuentra su libertad en el apretado perímetro de su cuerpo, sin mediaciones -la mediación es siempre privilegio-, convirtiendo en disciplina lo que la vida le ofrecería de todos modos: golpes.  La genealogía Pop del artista incluye los afiches con que el Luna Park y los cines de la calle Lavalle anunciaban en los años 50, hasta tal punto que una empresa de publicidad le “caloteó” una obra para utilizarla como fondo de una publicidad de cerveza, devolviendo a la calle lo que, tradicionalmente, era de ella. También la gráfica policial: los identikit que conducen al cartel de “Buscado”, los perímetros de tiza forense, los rostros donde la ciencia lombrosiana lee un mapa de rasgos criminales, los retratos de prontuario (quizá por el disgraciarse con la ley de Monzón o de Lausse). Las jetas de Iglesias Brickles ocupan la misma función que las impresiones digitales.  Es que, reapropiados por el arte crítico, los lenguajes de la represión pervierten su sentido, convirtiendo, desde la resistencia, el estigma en soberanía.

 

Figuraciones aparte, los diamantes de este “Cielo argentino” pueden verse como paisajes abstractos de una fuerza deslumbrante y autónoma de toda intención de sentido.

Maria Moreno

La piel de la ciudad

 

El elemento determinante de las conductas de Eduardo Iglesias es la denuncia urbana y la exaltación de su folklore. Los referentes (edificios, carteles, letras, colores), son las formas organizadas en un mensaje estético y funcional, que el las manos del artista se transforma en una verdadera unidad de lenguaje pictórico o grabado (sus enormes xilografías), sintética, compacta, directa.

Sus visiones son totalizadoras de una realidad tecnológica y comunicacional, teniendo con la imagen urbana una ligazón unitaria, más allá de la incidencia semántica, y persiguen como objetivo mostrar la laceración que se produce en la transferencia de situaciones apresadasen el extrañamiento de la ciudad.

La exploración urbana es conducida por el pintor y grabador de manera sistemática; sus ojos se vuelven hacia todos los detalles de la urbe, resultando de esta operación múltiples connotaciones: abstractas, figurativas, efectos de color y de materia salidos de la historieta, además de gruesas alusiones irónicas.

Esto desemboca en una especie de humor visual: en los carteles publicitarios, en los graffitis, en cierto erotismo difuso. He aquí una ciudad encabalgada en otra desconocida, pero idéntica a sí misma. Los protagonistas de sus cuadros se mueven entre el esplendor de los mass-media y la marginación, en un flujo continuo de información visual y gráfica, creados a propósito de su particular denuncia.

Extraña metamorfosis de una realidad carente de belleza, mostrada como un fragmento de vida cotidiana. Poner en evidencia, “la piel de la ciudad”, es la única compensación, el medio de protesta contra una sociedad que ha perdido el gusto por los cambios y las transformaciones fabulosas.

Charlie Espartaco

Los Siete Locos de Eduardo Iglesias Brickles

 

Se llevan muy bien el mundo de Roberto Arlt y el de Eduardo Iglesias Brickles. Amasadas gubia y formón en mano, las figuras del artista se meten en la piel de los personajes de Los siete locos. Hay en esas figuras algo adustas, tiesas, apesadumbradas o extremadamente melancólicas, huellas del nuevo objetivismo, del pop, de la obra gráfica del expresionismo de Ludwig Kirchner, Max Pechstein y Schmidt Rottluff, de ese trazo que es puro gesto. Todo, claro, a la manera brickeana. 
Tras su paso por la Escuela de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón, Iglesias Brickles se metió de lleno en la xilografía y hasta fue ayudante en el taller de Aída Carballo. Arrancó con los grabados iluminados, que le permitieron no romper con los tradicionales requisitos del grupo de grabadores de la city y, al tiempo, experimentar con mayores márgenes de libertad. Después, modificó la antigua técnica hasta transformarla en pura paradoja: el taco devino un original. Así surgieron sus singulares xilopinturas. Esa invención tan suya donde el color se mete en las vetas de la madera y deja ver las huellas de la gubia: evidencia con fuerza única la resistencia del material. Cautivan los colores hiperluminosos, a veces puro flúo, en contraste con los planos negros. Con óleos, acrílicos, tintas de grabado, y con economía de recursos expresivos, el artista desata un universo enigmático, extraño. 
En su obra, a las huellas de la gráfica alemana de entreguerras se suma la imagen tan característica de publicidad y cartelería. Acaso algo de esa pasión se deba a que Iglesias Brickles trabajó veinticinco años como diagramador, primero en editoriales, después en diferentes diarios. Hombre ecléctico, siguió su camino: se zambulló en el periodismo cultural, al tiempo que diagramaba, y hoy tiene una columna en la revista Ñ, y un blog de arte. Su vínculo con Arlt tiene larga data: lo leyó desde muy joven y, ya en la década del ochenta, cuando le consultaron qué escritor elegiría para ilustrar, no dudó: hizo una exquisita serie de aguafuertes para una edición para bibliófilos de El jorobadito y otros cuentos que es una verdadera joya. 
En sus xilopinturas de Los siete locos captó al Arlt que puso blanco sobre negro deseos inconfesables y tristezas de la clase media citadina. Ese que Cortázar definió como un “Goya canyengue”, al tiempo que otros lo acusaban de no saber escribir. Ese, sí, que como sostuvo Piglia, mostró las relaciones entre el estilo literario y los estilos sociales, siendo uno de los primeros autores que nos permitió ver que no hay un solo modo de hacer literatura. Arlt dominaba la lengua. Lo suyo, está claro, no era el regodeo estetizante, sino meterse con lo más vital: tras su paso como cronista policial en el diario Crítica, comenzó a escribir en El Mundo sus famosas “Aguafuertes porteñas”, inolvidable columna esperada por los lectores, que arrancó los martes con tanto éxito que llegó a duplicar la venta de los demás días. 
Como Arlt, Iglesias Brickles viene trabajando hace tiempo con el estereotipo porteño. Comparten, podría pensarse, cierta mirada expresionista, ácida, que, en sus xilopinturas, uno encuentra en esos hombres solemnes, de mirada perdida, enfundados en trajes como armaduras -a la espera del crimen soñado o del gran golpe-. Recuerdan a esos personajes grises de Arlt, y a la displicencia de los caballeros de Otto Dix, capaces de permanecer imperturbables ante la desgracia ajena, ahí, tan solo a unos pasos. En ese mundillo de burladores burlados, rencorosos, buchones, alienados, estafadores, canallitas fracasados y no tanto, se descubren distintas versiones del Rufián Melancólico, y de Erdosain, que va mutando desde uno cabizbajo, humillado –enseguida se reconoce al pobre tipo abandonado por su mujer- hasta otro cargado de odio planificando el asesinato de Barsut. Allí están también el delirante astrólogo, el farmacéutico, la mirada ida de la coja… 
Al ver las obras, uno tiene la ilusión de caminar por las calles iluminadas por esos arcos voltaicos que Brickles transforma, algunas veces, en lunas de luz fría; otras, en espejos dorados. Y hasta parece posible toparse con Erdosain (¿acaso el fantasma hecho personaje del mismo Arlt, como sostuvo Onetti?) o con Gregorio Barsut, y sentir la desconfianza que evidencian esos hombres y mujeres hechos a golpe de gubia, que, sumado a la perspectiva por superposición de planos, vuelve la escena irreal, de ensueño. 
Para hacer sus siete locos, Brickles buscó imágenes de época, seleccionó retratos de personas que le recordaban, como en un imposible déjà vu, a Erdosain, al astrólogo, y hasta hizo suya la novela convirtiéndose en personaje: se tomó fotografías que, modificadas digitalmente, usó como modelos para sus obras. Y, a partir de la novela, desató su mundo creando nuevas historias. En las últimas xilopinturas de esta serie, si bien uno percibe cierto clima de época y los personajes conservan ese recelo arltiano, ya tienen su propia piel, su propia sangre. De Los siete locos, queda el rastro de Arlt y el trazo inconfundible de Iglesias Brickles. 


Marina Oybin

Especulaciones sobre la incertidumbre

 

Podríamos decir que esta es una exposición de caras y manos. Al pintarlos las intenciones fueron tan disímiles como distintos son los rostros que aparecen. En esta muestra hay unos cincuenta, todos diferentes, que pertenecen a personas reales, algunas retratadas de memoria, otras, las menos, son elaboraciones de mi imaginación. El porqué de las caras corresponde a una de mis inclinaciones de fisonomista. El psiquiatra italiano Césare Lombroso, fundador de la antropología criminal, desarrolló la teoría por la cual los delincuentes debían ser detectados fácilmente ya que necesariamente tendrían cara de delincuentes.  Teoría que los propios criminales se encargaron de refutar. Sin embargo hay cierto misterio, en lo que los rostros dicen de las personas, que no deja de inquietarme. 

Solas o mezcladas con las caras se encuentran las manos. Después de la cabeza, la mano es la parte del cuerpo con más connotaciones. Sin olvidar que fue el primer elemento que usó el hombre para dejar su huella en la caverna. Unidas a las manos aparecen las herramientas, que como prolongación de ellas potencian el trabajo y la transformación del medio. Y si hablamos de trabajo nos remitiremos a la tecnología y al progresivo retroceso del arte manual. Consecuencia de ello, mano e instrumental pasan a formar parte de una parodia de estudio antropológico. Las manos desolladas junto a tenazas y pinzas también pueden tener otros significados. Para los que quieran encontrar otros símbolos, creo que convendrán conmigo que cierta cuestión esotérica no está ausente.

Como conclusión: pienso que existe una relación entre estas imágenes y el contexto de  donde fueron emergiendo. Por prudencia, es que en la mayoría de los casos opté por abordarlos como ejercicios pictóricos, ejerciendo cierta ironía para poner toda la distancia  que fuera posible.

 (Centro Cultural Recoleta, Sala 6. Junín 1930. Hasta el 2 de septiembre)

          

                                                                                                                                                                                                            Eduardo Iglesias Brickles, agosto de 2001.   

Aída Carballo (1916-1985), una artista excepcional, cumplió paso a paso cada uno de los preceptos del artista romántico. Solitaria, con un pasado nebuloso, donde se mezclaban la locura, los amores contrariados y un entorno familiar brumoso.
Merced a una obra de densidad palpable, accedió a cierta fama secreta. A determinada altura de su vida consideró que ya era suficiente, que la cosa no daba para más. La depresión la llevó a la automedicación, de allí al hospital público y por último al neurosiquiátrico, donde murió a pesar o a favor de los sueros que le proveyeron sus médicos.

 

La serie de dibujos que realizó durante su internación fue parte del arduo camino de recuperación. Algunos años más tarde (1960-1963), estos dibujos se transformarían en una serie de grabados tan dramáti­cos como magníficos. La crudeza y profundidad de esas imágenes sólo pudieron ser realizadas por alguien que ha atravesado un enorme sufri­miento, además de poseer una dosis de talento poco común.

Aída pertenecía a cierta aristocracia natural condenada a sufrir por su orgullo y susceptibilidad. Y así fue que sufrió la censura por parte de la esposa del dictador Onganía, que a la sazón visitó su exposición en el Museo de Arte Moderno en 1967, y al tropezar con la serie de Los amantes ordenó retirarlos. Aída, reivindicando su derecho a la libre expre­sión, se negó a descolgar esos grabados y la muestra debió levantarse.

Trató con desdén la indiferencia de los encumbrados señores del arte y la cultura. También sufrió el menoscabo de los mediocres por su condición de mujer sola.

Los autorretratos, realizados a lo largo de su vida, marcan sus distin­tas circunstancias, a las que su principal medio expresivo no fue ajeno. En el poético grabado de 1948, La calle, el corazón y la lluvia, se la puede ver como una mujer solitaria, contenida en sí misma, una chica joven y feliz, integrada a ese cosmos urbano que iría perfeccionando.

En Autorretrato con narices, de 1964, época en que comienza el reconocimiento público de su obra, y en que se halla en plena pose­sión de su poder creador, se ubica en el primer plano del cuadro, fron­tal y desafiante, rodeada de estudiantes, mientras su mirada nos con­mina a leer arriba y a la derecha un graffiti que es una consigna de lucha: "Contra la opresión".

Para desmentir el lugar común que los artistas viven en otra parte, 1a Carballo" asumió con vigorosa conciencia cívica la realidad de su país y su tiempo y se manifestó, colectiva o individualmente, siempre que fue necesario, en contra de personajes entronizados en la Escuela de Bellas Artes que ponían trabas burocráticas a la enseñanza en libertad y responsabilidad.

En Autorretrato con autobiografía, de 1973, la mirada se equipa­ra al horizonte y nos da su perfil altivo y sereno sobre un plano de escritos caligráficos donde se pueden leer aspectos de su propia his­toria, que a la vez parece inscripta en su mano y dibujada hasta el mínimo detalle, como si estuviera para ser objeto de una lectura quiromántica.

La obra de todo gran artista se define por su grado de pertenencia. Frida Kahlo describe su propia tragedia, mientras nos señala obceca­damente que lo que ella es y hace está fatalmente inscripto en la cul­tura mexicana, a la que pertenece por historia y decisión. Lo mismo se podría decir de Edward Hopper. Nadie podría confundirse, su obra es indudablemente norteamericana, y su influencia en el Pop Art es para­digmática. Uno y otro, en épocas distintas del mismo lugar, se legiti­man por su identificación con el entorno. En esta línea, de íntima rela­ción del artista y su entorno, se encuentran Aída Carballo y su obra.

No se la puede considerar cercana a alguna vanguardia. Nada en su obra sugiere alguna vinculación con el informalismo o la nueva figura­ción, cuyas ráfagas conmovieron la escena plástica de los años cin­cuenta y sesenta en Buenos Aires. Tal vez una lejana relación con el pop en algunos grabados, pero si observamos con atención las compo­siciones de las series de Los locos, Las vecinas o Los estudiantes, ten­dremos en Carpaccio y Bellini el sitio exacto donde realizó una sutil apropiación en la composición y agrupamiento de personajes en rela­ción con el ámbito urbano.

Podemos buscar otras influencias en el pintor y grabador inglés William Hogart, del cual hubo una exposición de sus grabados a principios de los sesenta, y en el grabado británico de los siglos XVIII y XIX, en la preocupación por la caracterización de individuos, animales y pai­sajes, tan claramente expuesto en las series de Los amantes y Los colectivos. Pero la obra de Aída no se agota en aquello que le gustaba observar ni en lo que descartaba o entraba dentro de sus intereses plásticos. Aída Carballo fue una artista de su tiempo, y como tal desde­ñó las corrientes estéticas del establishment, generalmente importa­das del hemisferio norte, que como modas periódicas se insertan en nuestra escena artística. Lo que hoy se conoce como arte globalizado tuvo sus antecedentes en las incontables vanguardias estéticas del arte internacional. Aída, si bien estaba atenta y no se le escapaba nada de lo nuevo que se hacía en el mundo, entendió que lo que hacía sólo podría ser auténtico si ella tenía claro su lugar de pertenencia. Sus dibujos y grabados eran indudablemente de Buenos Aires, y la estética de sus imágenes está inscripta en la corriente del realismo mágico que marcó a Latino-américa entre los años 1960 y 1980.

Describir un entorno, desarrollar lo dramático, esbozar la ternura, convertir en poesía el devenir cotidiano y darle sustento plástico, solo puede ser la materialización del trabajo de un gran artista. Trabajó con el material que estaba al alcance de su mano: la lluvia, un gato, una escena en colectivo, mujeres comiendo tallarines; enhebrando lo cotidiano, donde se entremezclaban las situaciones límite de la existencia con lo enigmático, y con cierta inocencia.

Al revistar la obra de sus cuarenta años de trayectoria, se puede percibir la paciencia, la lucidez, la sensibilidad y el talento de una artis­ta que trasciende su época para llegar a la nuestra, y a cualquier otra, con toda la frescura y la fuerza de lo esencial.

Y de esta manera, Aída Carballo, nos sigue perteneciendo.

Eduardo Iglesias Brickles 2009

After Guatemala

 

La muestra que voy a inaugurar el próximo 26 de agosto en la Galería Vermeer es, mayoritariamente, producto del trabajo de los últimos meses.

Un viaje, en enero y febrero, por El Salvador, Guatemala, Honduras y México, marcó un antes y un después. Ya no podría volver a mirar las cosas de la misma manera luego de caminar bajo la sombra de las construcciones de Tikal, y menos después del infinito mercado de Chichikastenango.

“After Guatemala” I y II, se inscriben  en aquella experiencia.

De todas maneras no hay intención de apropiación de una estética, sino simplemente de referir una sensación. Algo así  ocurre con “El fumador” y “Todas las calaveras del fumador”, que no aspiran a convertirse en iconos de alguna campaña antitabaquista, sino que apelan a la metafórica indiferencia de los personajes respecto del baile de máscaras y la muerte.

Las máscaras y la muerte son dos referencias ineludibles de aquella región de América. Ineludibles, porque están presentes a cada paso, y forman parte de esa doble cultura por la que transitan lo aborigen, lo mestizo y  la globalización. Para el forastero esa superposición es un calidoscopio donde los cristales arman figuras que siempre confirman nuestra calidad de extraños visitantes, a pesar de remitirnos a las mismas ansiedades históricas de pertenecer a Latinoamérica.

Mi expectativa, antes de viajar a esos países, estaba centrada en el muralismo y en la artesanía popular. Esa curiosidad se vio superada por el escenario que contenía a todo aquello.

 No hay forma de contar los olores, ni la cadencia de las entonaciones, ni las miradas, ni el sentido del humor en medio de un clima cargado de tensión, pero en apariencia muy tranquilo. 

No hay manera. Solo se puede pintar.

El jardín de senderos que se bifurcan

 

A principios de febrero escribí algo acerca del destino, de la causalidad y la casualidad. Siempre me atrajeron esas especulaciones, sobre todo el capítulo que toca nuestras dudas metafísicas, y que ante nuestro titubeo el tiempo resuelve por nosotros algunos enigmas de nuestras vidas.

A Jorge Luis Borges el tema lo apasionaba, tanto como el tema de los sueños, los que juzgaba como realidades paralelas a las que estamos fatalmente ligados.

 

En “El jardín de senderos que se bifurcan” uno de los personajes, a diferencia de Newton y de Shopenhauer (aclara Borges) piensa que el tiempo no es uniforme y absoluto. Sino por el contrario, existirían infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. “Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades.” Para terminar precisando que no existimos en la mayoría de esos tiempos.

Es decir que cada una de esas realidades paralelas era, es o será un posible camino para el curso de nuestro destino.

En una de ellas estoy escribiendo este blog en Ñ digital, en otro estoy escribiendo, pero en otro blog  que me ha deparado el azar, en otros tiempos no escribo un blog, o he muerto, o no existe Clarín, ni Pizarro, ni Aulicino y yo no pinto y me dedico al turismo gastronómico. Y así todas las combinaciones posibles hasta el infinito.

 

Está claro que para nosotros el tiempo que vale es éste, el que estamos en condiciones de mensurar y al que palpamos a través de los ciclos naturales y la decrepitud de las cosas.

Aunque nadie asegura de que esta sea efectivamente la realidad y no seamos una pesadilla de alguien que ignoramos.

 

Esa serie vertiginosa de posibilidades que acecha en cada recodo de una vida es lo que me moviliza para la especulación.

Las variables se multiplican cuando se trata de un personaje histórico, porque la modificaciones de su existencia involucran a más personas y, directamente o indirectamente a infinitos hechos encadenados.

Pongamos por caso la vida de Eva Perón.

Una chica de la provincia de Buenos Aires, en la década del treinta, que sale de su pueblo muy joven hacia la Capital buscando otra vida.

Nueve años después, siendo una ascendente actriz de radioteatro de 24 años conoce a un también ascendente coronel, viudo y cincuentón, que es parte de un gobierno de facto. Este encuentro se da en el estadio Luna Park, el 22 de enero de 1944, en un festival organizado por la Secretaría de Trabajo y Previsión, de la cual Perón es titular, con el fin de condecorar a las actrices que más fondos habían recaudado en la colecta de solidaridad con las víctimas del terremoto que asoló la ciudad de San Juan.

No habrá pasado un mes y lo involucrados estan viviendo juntos en el departamento de ella, en la calle Posadas. En ese ínterin el ascendente Coronel acumula puestos: Secretario de Trabajo, Ministro de Guerra y Vicepresidente,

Los acontecimientos se precipitarán en octubre de 1945: Perón es encarcelado y los sindicatos se movilizan el 17 de octubre. Como consecuencia de la crisis institucional, el gobierno hace un llamado a elecciones. La campaña electoral se polariza en “Braden o Perón”, y finalmente el Coronel Perón se alza, en febrero de 1946, con una aplastante victoria.

 

De esa serie de tramas temporales ésta es solo una de ellas, es la que nos fue dada conocer, por estar ligados a ella, por una azarosa red de encadenamientos sucesivos.

En alguna de las infinitas variables que restan, Evita no va al Luna Park y no conoce a Perón, que esa noche tiene un flirt con Libertad Lamarque, una de las actrices premiadas en ese acto.

En otra, Evita llega tarde al estadio y la multitud le impide llegar hasta el palco donde está el famoso Coronel.

Evita que a fin de año será elegida secretaria gremial de una asociación de actores de radio, esa noche tiene una reunión de delegados y no podrá  asistir al festival. De todas maneras conocerá a Perón un año después, a raíz de una reunión paritaria en la Secretaría de Trabajo.

En otra, los personajes toman contacto y realizan las rutinas que tienen asignadas, pero son tan solo errores, o fantasmas anónimos.

 

En 1945, el Coronel Juan Perón es el hombre del momento, Evita es solo su circunstancia. Después de 1946, y de manera creciente irá tomando su lugar en la historia.

Pero todas estas son conjeturas, que como la arena se escurre entre los dedos, dejándonos la posibilidad de abrir espacio para otras conjeturas y nuevas especulaciones.

Tal vez por eso, para una muestra que voy a hacer en octubre en el Museo Evita, estoy preparando su retrato atravesado por un poema de César Vallejo que dice:

 

……

Hay un vacío
en mi aire metafísico
que nadie ha de palpar:
el claustro de un silencio
que habló a flor de fuego.

Yo nací un día
que Díos estuvo enfermo.

…….

 

Tango

 

Siento deseos de filosofar acerca del devenir y pienso en lo extraño de la vida de un hombre en una ciudad. Donde se suceden los días, los meses y los años.

El paisaje, que sirve de escenografía al drama de este hombre, va cambiando imperceptiblemente, tanto que sólo al cabo de décadas, y recapitulando, es posible percatarse que ya no es el mismo.

Es factible que ciertos lugares, algunos edificios, se llamen igual que aquellos de unos años atrás, pero no son los mismos.

Lo mismo pasa con el hombre. Él piensa que es el mismo porque todos lo reconocen como aquel que era en otra época, pero en su fuero íntimo sabe que no es así.

 

Estoy escuchando un CD de Roberto Grela y Leopoldo Federico, el clima que transmite me remite a otro disco, un long play, que tenía mi viejo en 1962 que se llamaba “Con bandoneón y guitarra”, que tocaban Anibal Troilo y Roberto Grela. De este disco tengo dos versiones en casette. Una se llama “¡Esto es Tango!” y la otra “Taconeando”, pero al fin son el mismo disco.

Éste empieza con “El abrojito” y sigue con “Nunca tuvo novio”.

A esta altura la evocación es imposible de soslayar y mi pensamiento vuela a la casa de Bella Vista, donde vivíamos en esa época.

Cuando escucho “Palomita blanca”, ya estoy en el comedor de casa, donde estaba el tocadiscos “stereo” haciendo sonar este tema, mientras miro hacia la galería y los árboles en el jardín del fondo.

Suena “Mi refugio” y mi viejo en shorts, un sábado al mediodía, trajina y va de un lado a otro preparando el fuego para hacer el asado

Esa música era contemporánea a él, que era un hombre de cuarenta y pico, para mí, aunque me sintiera atraído por esa cadencia, ya era el pasado. Sin embargo es un pasado que se prolonga y alcanza mi presente, aquel y el de ahora, y me emociona.

Tal vez porque el tango es la música que invariablemente remite a Buenos Aires y no importa de cuando sea, sino que me importe sentir algo al escucharla.

Julio Nudler, me dijo una vez, que la etapa de oro del tango fue la década del veinte. No se lo discutí, porque de este tema sabía mucho más que yo. Además seguramente tenía razón en lo que respecta a la música, pero con las letras no habría que olvidarse que Cadícamo, asociado a Cobián, siguió componiendo tangazos hasta varias décadas después. Pascual Contursi y Homero Manzi son los ‘40 y los hermanos Expósito compusieron, desde allí, hasta el setentista “¡Chau, no va más!”.

Es llamativo como las letras fueron abordando los mismos temas desde distintas perspectivas, casi siempre desde la nostalgia de un tiempo y un lugar irrecuperables. En los sesenta Eladia Blázquez y los Expósito encararon el presente aunque sin dejar de lado el pasado (El corazón mirando al sur,  Afiches) pero agregando un matiz psicoanalítico muy adecuado para aquellos años. Casi enseguida, vendrán los versos metafísicos y surrealistas (algunos magníficos) de Horacio Ferrer con música del gran Astor Piazzola.

Después… ya no puedo hablar del después, porque no conozco letras del después, solo conozco interpretes y bailarines.

 

Mientras tanto, gira el cassete, y empiezan los acordes de“Taconeando”, y mi viejo está tan presente que casi lo puedo ver en esta habitación.

Manifiestos

 

Durante la modernidad (si es que ésta realmente terminó, como afirman algunos) una de las características, de los centenares o miles de movimientos sociales, artísticos o de cualquier otra índole, fue el lanzamiento de “manifiestos”. Que a la manera de programas o cartas de intención sirvieron a los grupos que los emitieron como presentación e identidad ante la sociedad de masas, que generalmente siguió su rutina bovina sin pestañar.

El manifiesto servía para marcar la cancha, para plantar bandera, pero además de definir el ideario servía también para describir al enemigo. Ellos y nosotros, ellos o nosotros.

 

Uno de los manifiestos artísticos más radicales y furibundos fue el redactado por Filippo Marinetti en 1909, al que llamó Manifiesto Futurista.

Este es un decálogo, así lo llamaríamos hoy,  de incorrecciones políticas. Pero hay que ponerse en la piel de los que presenciaban el ascenso de una burguesía engreída y satisfecha de sus logros. Años que fueron definidos y calificados como la “Belle époque”.

Una burguesía convencida de que había accedido al paraíso, fruto de su fe en el cientificismo y el progreso técnico, y diseñado el mundo a su imagen y semejanza. Una burguesía que se apropiaba de los valores clásicos tradicionales, que habían pertenecido a las antiguas clases dominantes, y consecuentemente era impermeable, ideológica y estéticamente, a toda novedad.

 

El futurismo apunta contra ese instante de la historia en que las cosas han tomado un rumbo insoportable para las mentes críticas.

Es la reacción desdeñosa y aristocrática de los intelectuales de vanguardia en relación  con aquel gesto de soberbia porcina que detentaban los nuevos dueños del mundo.

 En la búsqueda de la originalidad, del irracionalismo, de la euforia por el momento fugaz y de la exaltación de la tecnología, Marinetti vocifera:                                                           “queremos exaltar el movimiento agresivo, el insomnio febril, el paso gimnástico, el salto peligroso, la bofetada y el puñetazo”.  

 Y sobre todo la lucha contra el pasado.

Los futuristas abominaron de los museos y los palacios y aspiraban a incinerar todos los teatros de ópera de Italia.

La poesía de Marinetti está revestida de violencia, y de su máxima expresión, la guerra. Allí  la proclamó como única higiene del mundo.

Cuando estalló en 1914 la primera guerra mundial, Boccione, Balla, Carrá, Rússolo entre otros futuristas, se enrolaron y partieron al frente. Marinetti se alistó como oficial del Escuadrón Arditti de Ciclistas.

Previsiblemente, después, adhirieron al fascismo. Marinetti, dijo que era una extensión natural del futurismo.

No se puede dejar de reconocer que era un tipo consecuente, murió en 1944, después de volver derrotado del frente ruso, a los 68 años.

 

A pesar de sus desvíos, el futurismo tuvo una sensible influencia en el resto de los movimientos estéticos de Europa y eso se puede apreciar en las obras de Marcel Duchamp, Fernand Léger y Robert Delaunay en París, así como en el constructivismo ruso.

 

Como muestra de la verba vibrante de Filippo Giacomo Marinetti, les dejo los últimos dos puntos de su  primer Manifiesto Futurista.

 

 

10. Deseamos demoler los museos y las bibliotecas, combatir la moralidad y todas las cobardías oportunistas y utilitarias.

11. Cantaremos a las grandes multitudes agitadas por el trabajo, el placer o la rebeldía; a las resacas multicolores y polifónicas de las revo­luciones en las capitales modernas; a la vibración nocturna de los arse­nales y las minas bajo sus violentas lunas eléctricas, a las glotonas esta­ciones que se tragan serpientes fumadoras; a las fábricas colgadas de las nubes por las columnas de sus humos; a los puentes como saltos de gim­nastas tendidos sobre el diabólico cabrillear de los ríos bañados por el sol; a los paquebotes aventureros husmeando el horizonte; a las locomo­toras de amplio petral que piafan por los rieles cual enormes caballos de acero embridados por largos tubos, y al vuelo resbaladizo de los aeroplanos, cuya hélice tiene chirridos de bandera y aplausos de mul­titud entusiasta.

Lanzamos en Italia este Manifiesto de violencia arrebatadora e incen­diaria, basado en el cual fundamos hoy el Futurismo, porque queremos librar a nuestro país de su gangrena de profesores, de arqueólogos, de cice­rones y de anticuarios.

Cuadrado negro sobre círculo blanco

(Homenaje a Malevich)

 

La circunstancia histórica, que incide decisivamente en la vida de un hombre, se tornan dramáticas en el camino de un artista.

Kasimir Malevich (1878-1935), también conocido como uno de los cuatro jinetes del apocalipsis de la modernidad, junto con Picasso, Matisse y Duchamp, es uno de los pilares sobre los que se asentó la libertad de creación en el arte del siglo XX.

Desde principios del siglo adhirió a las nuevas corrientes que se abrían paso para cambiar los dogmas del arte.

Fue influenciado por “fovistas”, por el cubismo  y el futurismo y finalmente creó su propia forma de sintetizar la mirada, que llamó “suprematismo”.

Su cuadrado negro sobre círculo blanco no era solamente un símbolo de libertad, también señalaba la posibilidad de ir más allá de lo puramente representativo.

La brega de Malevich por hacer crecer los horizontes del arte no fue fácil, ni antes ni después de la revolución rusa. Siempre tuvo que sortear los obstáculos que en su camino le impusieron, tanto los que proclamaban un nacionalismo sobreactuado, como los que siempre proclaman la libertad, pero a la que de verdad le temen.

En mi homenaje lo represento vestido con un uniforme diseñado por él, en actitud desafiante, sosteniendo con una mano el círculo blanco con el cuadrado negro y con la otra haciendo el saludo libertario del puño cerrado. El fondo está pintado a partir de la estética de sus cuadros suprematistas.   

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